Si tuviera que buscar un parecido literario lo
encontraría en Los tres mosqueteros.
Amigos desde que teníamos uso de razón, en
esta adaptación yo hubiera sido Porthos,
el más ordinario de los tres; Athos, el
otro del trío que aún puede leer esto, la personificación de la nobleza; y él…
él hubiera sido Aramis.
Mi teléfono sonó sobre las doce horas. Al otro lado,
el Athos de aquel trío me anunciaba con voz
entrecortada: “(…) esta mañana (…) nos ha dejado”. Mi madre, que estaba a mi lado y había escuchado la conversación, me miró compasiva, en silencio, consciente de que mi áspero carácter se hubiera venido abajo ante cualquier palabra. Nunca más seríamos
tres.
Es curioso cómo el uso de la lírica ha llegado a
conseguir que algo como el suicidio pueda llegar a apreciarse desde una
perspectiva romántica, hasta heroica en algún que otro caso, en tanto pueda ser
el resultado de una elección libre y personal. No era el caso de nuestro amigo,
que aquella mañana oscura de Navidad no pudo esquivar el puñal de la esquizofrenia, pero
sí ha sido el caso de muchos otros que no han sabido encontrar otra salida en
la irremediable negociación que cada ser humano ha de hacer con el mundo y su
permanente hostilidad, en la constante lucha vital entre nuestra sensibilidad y
los ataques de la vida.
No es mi propósito, por tanto, juzgar al suicida (ojalá
no hiciera falta que aclarase esto), pero sí lo es intentar aportar un
argumento a tener en cuenta en esa negociación, en esa lucha en quienes tienen
capacidad de decisión: la realidad de quienes dejan aquí, las vidas que mueren
con él.
Y es que todos vivimos en nosotros mismos, en el mundo y en
cada una de las personas que nos rodean, y una importante parte de mí murió con
él aquella mañana.
No ha vuelto a haber una Navidad del todo feliz. La guitarra
con que aprendimos juntos siempre me recuerda lo que fue y lo que nunca será.
Todas las calles entre mi casa, el colegio y el instituto llevan ahora su
nombre, y no acierto a distinguir entre los momentos felices que compartimos y el
dolor. No nacerán niños que tengan su cara. No verá la luz ni nos iluminará el
libro que quería escribir. Sus padres no podrán borrar nunca esas ojeras, y a
nosotros siempre nos quedará el tormento de la duda, ese “debí haber estado”.
No es cierto, doy fe, eso de que “el tiempo todas las batallas vence”; el dolor
profundo de la pérdida contamina al fin, sin remedio, todo.
Más tarde, en la Facultad, me tocó estudiar el
suicidio desde el punto de vista académico, aunque la definición más acertada
del mismo (con todos mis respetos a Durkheim)
la encontré en una conversación con un compañero de trabajo, quien me dijo: “El que se mata de forma consciente no puede
saber realmente lo que hace, aunque lo crea. Es una auténtica pena, porque es
como cuando cometes un error, pero sin tener la oportunidad de arrepentirte”.
Si algo puede haber de crítica en este artículo va
dirigida al comportamiento de muchos de los que nos quedamos aquí. Creo que se
engaña todo aquel que trata de levantar un halo de misterio, de leyenda o de
romanticismo del drama del acto suicida. Alfonsina no se fue al mar a buscar
poemas nuevos, ni la llevarán cinco sirenitas por caminos de algas y coral. No
es lo mejor de la persona, sus virtudes, lo que le empuja a elegir la muerte,
sino sus miserias más profundas. El suicidio es el triunfo bien de la
enfermedad y la desgracia, o bien de lo peor de nosotros mismos. Que nadie se engañe, lo mejor de nosotros se
queda en la vida.
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